SOLA Y TRISTE NAVIDAD (especial nochebuena)
Hoy, en un 25 de diciembre cualquiera, me encuentro solo en la penuria de una casa prácticamente abandonada. Nadie ha venido a verme, como de costumbre, pero aun así, he preparado los típicos platos en esta época del año. Aunque sin gran misterio, pues los compré preparados y me he limitado solo a calentarlos.
—Feliz navidad —me digo a mí mismo, mientras alzo la copa de vino blanco.
La comida se disfruta más en compañía que en la soledad de la noche; por lo que, a pesar de su delicioso sabor, no consigo disfrutarlo. A mis setenta y cinco años resulta demasiado tarde para formar una familia, así que no me queda más remedio que acostumbrarme a este triste sentimiento. Podría llamar a mi hermana, pero no ha querido saber nada de mí desde hace casi veinte años, debido a una absurda discusión por la herencia de nuestro padre.
En ese momento, en la oscuridad de una noche inundada por las tinieblas del mismo infierno, enciendo el fuego de la chimenea de mi antigua casa, mientras observo la preciosa fotografía de mi difunta esposa en el día de nuestra boda. Recuerdo a la perfección su pelo oscuro y ondulado, el cual combinaba a la perfección con el azul de sus cristalinos ojos. Al estar en blanco y negro, no se puede apreciar en esta imagen, pero no importa, pues lo veo reflejado en mi mente como si aún estuviera viva a mi lado.
—Isabela... ¿Por qué te fuiste tan pronto? —pregunto en voz alta, a la vez que me siento incapaz de parar las lágrimas que brotan de mis ojos.
Nos casamos a los veinticinco años, escasos meses después de conocernos. Fue amor a primera vista y aún recuerdo nuestro primer encuentro como si fuera ayer.
—¿Quiere bailar conmigo, señorita? —le pregunté al verla entrar por la puerta del edificio en el que se celebraba la fiesta de fin de año en nuestro pueblo.
—Me encantaría —me respondió con entusiasmo y brillo en sus ojos, como si estuviera encantada por mi propuesta.
Bailamos y cantamos como nunca en nuestra vida, nos comimos juntos las uvas para celebrar el comienzo del año y nos besamos justo una hora después en el pequeño balcón de una de las más de treinta ventanas de aquel edificio del siglo veinte.
—¿Puedo verte mañana mismo? —me preguntó con determinación en sus ojos.
Era la primera mujer que conocí tan decidida y segura de sí misma, y eso me atrajo incluso más que su bella apariencia.
—Estaría encantado —le respondí, volviendo a sus labios.
Al día siguiente, le pedí que saliera conmigo y nos convertimos en una de las parejas más famosas de nuestro chismoso pueblo, pues ambos éramos jóvenes y atractivos. Y desde aquel día, la amé con locura todos los días de mi vida. Su forma de ser, tan despampanante y pomposa, hizo que todos los días resultaran emocionantes y divertidos, por lo que nunca me aburrí a su lado ni un segundo. Y siempre lo tuve claro desde el primer momento: quería que fuera mi compañera de vida. Fue así como, tres meses después de empezar a salir, le pedí la mano.
—¡Sí, obvio que si! —me respondió, a la vez que saltó encima de mí y me comió a besos.
Siempre recordaré ese día, pues sus labios me supieron más calientes y dulces que nunca. Supongo que debido a la extrema felicidad que sentí en ese momento.
—Te quiero... —le dije, sin poder parar de sonreír.
Un mes después, nos casamos en uno de los días más fríos del año, en la preciosidad de un paisaje inundando por la nieve. Esa misma noche, yacimos en la cama de nuestro hogar por primera vez. Su piel era tan suave y pálida que hasta parecía que brillaba como la luz de la luna, su pelo, tan liso como la seda, se enredaba entre mis manos, y su voz, más suave que la brisa del océano, me atravesaba en cada uno de sus gemidos.
—¡Ah, Benjamín, te amo! —exclamaba, justo cuando ambos nos encontrábamos en un mar de placer irresistible.
Éramos tan jóvenes e impacientes, que nos hicimos adictos a la pasión de nuestros cuerpos. A su lado, parecía que el tiempo se detuviera y, por una época, tuve la sensación que la vida era eterna. Pero, por desgracia, esa percepción no duró por mucho tiempo... Isabela se quedó embarazada dos meses después de casarnos y, aunque al principio fue una noticia que asumimos con gran ilusión, se convirtió en una pesadilla unos meses más tarde.
—Cariño, ¿cómo te encuentras hoy? —le pregunté al verla despertarse.
Eran las cinco de la tarde y había pasado todo el día dormida, pues su cuerpo se encontraba muy débil.
—Un poco mejor... —dijo con una voz que parecía ser todo lo contrario.
—No digas mentiras amor, tienes fiebre —afirmé, justo después de tocarle la frente—. Sabes que no me importa en absoluto cuidarte...
—Pero estás todo el día pendiente de mí... No quiero ser una molestia... —me decía, intentando aparentar una fortaleza que hacía tiempo que se había apagado.
Los días siguieron pasando y los médicos solo hacían que darnos malas noticias. Su salud empeoraba y con ello también la de nuestro bebé. Al principio, teníamos claro que lo íbamos a llamar Carlos o Carla, dependiendo del sexo con el que naciera. Pero, en esas circunstancias, parecía ya no tener sentido, puesto que la posibilidad que naciera vivo era prácticamente escaso.
—Lo siento mucho... —no paraba de decirnos un médico tras otro, al no poder hacer nada ante lo inevitable, a la vez que mi esposa lloraba desconsolada en cada una de sus visitas.
Aun así, Isabela insistió en seguir adelante con el embarazo, debido a que para ella, aunque las posibilidades fueran mínimas, eran suficientes para dar a luz, pasara lo que pasara. Yo respeté su decisión, pero no pude evitar que la ansiedad me persiguiera durante todos esos días. No me imaginaba pasar la vida sin ella y solo de pensarlo, me entraban ganas de llorar. Resultaba una situación dura y muy frustrante, ya que nada podía hacer para remediarlo.
—Tranquila amor, todo pasará. Ya verás... —le decía, sujetando su pelo mientras vomitaba en el baño.
Su malestar solo hacía que aumentar a cada hora, por lo que decidimos que empezaría a dormir en una habitación distinta para poder acomodar la cama a sus necesidades y, también, de este modo que pudiera descansar para ir a trabajar.
—¡Ah, Benjamín! —gritó de repente Isabela en una medianoche de finales de noviembre.
Abrí mis ojos en un instante y fui corriendo hasta dónde escuché su voz. Estaba en el suelo del baño, rodeada de un charco de sangre gigantesco.
—¡Dios mío! —exclamé al verla en ese estado.
La cogí delicadamente en brazos y la tumbé en la cama. Llamé entonces al médico tan rápido como pude y volví al instante a su lado, mientras lo esperábamos.
—Cariño, tu tranquila, ahora vendrá el médico y la comadrona, y tendremos a nuestro hijo en brazos —le decía, mientras la cogía de la mano.
En realidad, me lo decía más a mi mismo. Podía oler como la muerte se acercaba y estaba aterrado. Los minutos pasaban como una exhalación y notaba como su respiración se apagaban. Mi cuerpo no paraba de temblar.
—Amor... No te preocupes, todo irá bien... —me dijo de repente mi mujer, con su mano rozando mi mejilla izquierda.
Al verla hacer tanto esfuerzo con semejante movimiento, hizo que me diera cuenta lo que se avecinaba y las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos, mientras sostenía su mano en mi rostro. Diez minutos después, el médico y la comadrona llegaron, y me dijeron que esperara fuera del cuarto para que pudieran hacer su trabajo, pero yo ya sabía cuál sería su resultado hicieran lo que hicieran.
—Lo siento Benjamín, hemos hecho lo que hemos podido... —me dijo el médico.
De mis ojos ya no caían lágrimas, pues había llorado suficiente por toda una vida en aquellas pocas horas, por lo que la cogí de la mano y me quedé a su lado el tiempo que me quedaba hasta que enterraran su cuerpo. Mi hijo, el cual se iba a llamar Carlos, había nacido muerto y mi brillante esposa murió intentando salvar la vida de nuestro primogénito. Toda mi vida se derrumbó en un instante. 'No te preocupes, todo irá bien', me repito un año tras otro.
—No cariño, todo ha sido un desastre desde que no estás aquí... —dije con una pena enorme.
Me encuentro aún delante de la hoguera, mientras sostengo la fotografía que solo me lleva malos recuerdos. Siento como el abismo me engulle desde mi interior. La tentación me puede y reviento la ampolla de vino contra el fuego, provocando que sus llamas lleguen hasta el techo. Aun así, me quedo sentado, esperando a que llegue mi muerte, aunque esta vez sin miedo. Cada segundo que pasa, el humo se hace más denso y mis pulmones se inundan con su veneno. De golpe, siento como unos brazos rodean mis hombros por mi espalda y, por muchos años que hubieran pasado, reconozco a la perfección de quién pertenecen...
—Isabela, mi amor, ahora sí que todo irá bien...
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