Las hijas de Baztán (capítulo 3: Lilith)
En la medida en que me acercaba a la base secreta en la que nos reuníamos las componentes de 'Las hijas de Baztán' y caminaba tranquilamente admirando con cierto estupor la belleza de la naturaleza que me rodeaba, empecé a oír un bullicio de voces conmocionadas.
—¡Lilith ha vuelto y está herida! —me dijo Cassandra, una de las componentes más veteranas del grupo, en el momento que llegué.
Lilith, una mujer que también llevaba en el grupo desde sus orígenes, había desaparecido hacía unos días. Al principio, sospechábamos que su marido la había encerrado de nuevo en su habitación para castigarla. Pero, cuando íbamos a su casa para visitarla, parecía que estuviera vacía. Al pasar el tercer día sin tener noticias, empezamos a sospechar lo peor.
—¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado estos días? —pregunté, al verla con heridas por todo el cuerpo—. Te buscamos por todos lados, no me digas que… —dije sin acabar la frase, aunque no hacía falta porque todas sabían a lo que me refería.
—Dejé sin querer en la mesa de mi tocador un pequeño frasco de ungüento. Mi marido lo vio y llamó a las autoridades… —dijo sin poder continuar, pero no por miedo o tristeza por lo que había pasado, sino por la rabia que se podía ver en su mirada.
La habían torturado para que confesara que era una bruja y, todo, por un simple frasco.
—Pero, ¿cómo escapaste? —le preguntó Úrsula, otra componente del grupo, con preocupación—. ¿No nos habrás delatado, verdad?
—¿Cómo puedes decir eso? —dijo, exaltada—. Llevo incluso más tiempo que tu en este grupo. He ayudado a tantas mujeres que no puedo contarlas ni con los dedos de mis manos y pies juntos. Además, hace más de doce años que empezó la caza de brujas, ¿no crees que no me he preparado para cuando llegara este momento?
Aun todo el discurso, todas nos quedamos en silencio esperando a que nos lo contara. En ese momento, suspiró y calmó sus pensamientos.
—Lo diré solo una vez para que entendáis lo que hay que hacer si, por desgracia, os encontráis en mi misma situación.
Resulta que Lilith le habían realizado la tortura del agua. Consiste en un conjunto de torturas que, si no consiguen hacerte confesar finalmente, a pesar de intentar ahogarte o quemarte con agua hirviendo, te tiran al mar atada de pies y manos. Esto es debido a la creencia, por muy absurda que parezca, que si la mujer flotaba significaba que era entonces una bruja; y que, si en cambio se ahogaba en el fondo del mar, se evidenciaba que era humana, por lo que su alma inocente estaría salvada en el cielo. Es decir, cuando eras atrapada por las autoridades significaba siempre la muerte, fueras o no inocente de lo que se te acusaba. A pesar de ello, Lilith fue capaz de escapar gracias a su inteligencia. Resulta que, después de horas de interrogatorios y, también, de más horas intentando que confesara sometiéndola a ahogamientos reiterados en agua helada, no obtuvieron de ella más que el silencio. Ante la frustración de las autoridades, la dejaron atada de la forma más incómoda posible para infligirle dolores musculares insoportables, con la pretensión de que el dolor la hiciera arrepentirse y confesar de una vez por todas. Pero, entonces, la dejaron sola con el guardia más joven e ingenuo de todos los vigilantes, y vió así su oportunidad para escapar de ese infierno.
Los jefes del novato le habían ordenado que no intercambiara con ella ninguna palabra, pero, al mismo tiempo, la querían viva para poder así continuar con el interrogatorio, por lo que debía estar pendiente. Apesar de ese momento de tensión y ansias por escapar, Lilith intentó no apresurarse por mucha inquietud o dolor que sintiera, para proceder con la estrategia que habían elaborado en su mente. Fue así, cuando la luna empezó a pronunciarse junto a la oscuridad de la noche, que aparentó tener fuertes convulsiones que sacudían todo su cuerpo. Hecho que podía resultar, a ojos de un ignorante, algo creíble después de haber sufrido fuertes torturas y estar atada de esa forma durante horas. El vigilante, tan joven e inexperto, quedó desconcertado sin saber qué hacer al ver su cuerpo convulsionándose. Y, en medio de toda la confusión, movió su cuerpo de forma impulsiva e impremeditada hacia la acusada.
—Señora, ¿se encuentra bien? —le preguntó, mientras la agarraba entre sus brazos.
En ese momento, Lilith alzó su cuerpo hasta el rostro del joven y, con sus dientes, le mordió con fuerza la oreja hasta arrancarla.
—¡Aah! —chilló el joven guarda ante ese dolor insoportable.
La sangre manchó casi todo su rostro y en su boca, sentía ese desagradable sabor a hierro oxidado. Mientras tanto, el guarda chillaba y se restregaba por el suelo, consumido por el dolor de la piel desgarrándose.
—¿Acaso no te han enseñado a no fiarte de una bruja cuando la luna aparece en el cielo? —decía Lilith, aparentando la más vehemente locura que se rumoreaba de las oscuras hechiceras.
Escupió en el suelo la sangre que aún tenía en su boca y, atrapada por su propia actuación, le dijo:
—Ahora que tengo tu sangre, puedo llevar a cabo todo tipo de maldiciones tan espeluznantes que ni siquiera podrías imaginar. Si eres inteligente, me darás la llave que me liberará de estas cadenas y, así, estaremos en paz. De esta forma, no morirás de la forma más aterradora y dolorosa que existe tanto en la tierra como el infierno.
Parecía que sus palabras habían tenido efecto, sobre todo, cuando había utilizado la vocablo ‘infierno’. Se podía observar en el rostro del guarda el terror, al haber pronunciado una de las cosas que más miedo tenían los cristianos: el demonio. Para añadir más tensión, Lilith empezó a recitar una especie de canto con un lenguaje extraño y que se había inventado ella misma, con el objetivo de hacerle pensar al joven, paralizado por el terror, que empezaba a realizar su maldición.
—¡Espera, espera! —gritó el vigilante con desesperación en su voz—. Toma, las llaves… No me hagas daño, por favor, no quiero morir… —suplicaba en sollozos.
Cierta satisfacción invadía el alma de Lilith, la cual experimentaba por primera vez la verdadera sensación de ser libre y la satisfacción de poder someter a uno de los que fueron partícipes de su sufrimiento.
—No olvides estas palabras, mocoso. Aunque intentéis atraparnos, aunque incluso queméis nuestro cuerpo en la hoguera hasta dejar solo cenizas, nuestras almas reclamaran venganza y nos haremos cargo de que vuestras vidas sean tan aberrantes, que empezaréis a desear incluso estar muertos —dijo con cierto regocijo, mientras se desataba de sus cadenas.
Su cuerpo se sentía pesado y dolido, pero la adrenalina que segregaba en ese momento era tan intensa que ni siquiera le importaba. El guarda se derrumbó y, mientras se marchaba de aquella sala tétrica de torturas, pudo ver como él se orinaba encima, al haber sido testigo por primera vez de la furia de las brujas o, más bien, de todas las mujeres.
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