Microrreto 8: TIERRAS MALDITAS (parte 7)

El humo, que me rodeaba como si quisiera atraparme, inundaban mis pulmones y cegaban mis ojos. Mi instinto aclamaba por todo mi cuerpo el peligro imminente que acechaba mi vida, por lo que corrí con desasosiego hasta la puerta de mi habitación para poder huir. Pero, al tocar la manilla de metal, sentí como mi mano se quemaba y llenaba de terribles ampollas. 

—¡Ah, mierda! —grité ante el dolor de mi imprudencia.

Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Voy a morir, pensaba, a la vez que me arrepentía una y mil veces de haber vuelto a un lugar que solo quería acabar conmigo. En ese instante de desesperación, vi la ventana y me di cuenta que no tenía más remedio que saltar para sobrevivir. Al ser la manilla también de hierro, corté un trozo de tela de las sábanas con la única mano que podía usar junto con mis dientes y me rodeé el brazo con ella para romper el cristal sin hacerme daño.

—1, 2 y... 3 —dije, para justo después golpear la ventana con mi codo, pero...—. ¡Ah, no!

Había roto la ventana sin hacerme ni un rasguño en el brazo, pero no tuve en cuenta que alguno de sus cristales pudiera caer encima de mi pierna. El corte era de al menos díez centrímetros y la sangre que fluía desde su origen se disipaba hasta la superfície rugosa de un suelo consumido por los años. Pero, a pesar de un dolor que no hacía más que acumularse, debía continuar, pues allí solo me esperaba mi fin. Al no tener ningún calzado, me vi obligada a tener que pisar los pequeños cristales que emanaban por el borde de la ventana. 

—¡Quiero vivir! —exclamé para poder soportar la tortura del todos aquellos vídrios atravesando mi piel.

Los más de tres metros que me separaban del suelo daban una gran impresión. Me sentía como si estuviera en el abismo del mismo infierno. Cerré entonces los ojos y salté al vacío sin mirar atrás. 

—¿Estás bien? —me preguntó un hombre de mediana edad. 

Me había cogido entre sus brazos y ahora ambos nos encontrábamos en el suelo de aquel bello jardín en llamas. Me dolía todo el cuerpo y la cabeza me daba vueltas, pero seguramente ese hombre me había salvado de algo mucho peor.

—Mi padre... ¿Dónde está? —pregunté, pero los párpados de mis ojos pesaban demasiado.

Lo último que pude escuchar antes de perder la consciencia fue...

—Lo siento.

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