EL SOL DE MEDIANOCHE (parte 1)

Cometí un error irreparable y ahora la vida parecía querer pagarlo conmigo. 

—Le declaro... Culpable de todos los cargos —sentenció el juez, al mismo tiempo que un sin fin de personas saltaban de alegría y entusiasmo.

La sala completa estaba eufórica o, más bien, todos excepto dos personas. Yo y... Robert, el cual me miraba con ojos que escondían una furia inaudita mientras le ponían las esposas. Había violado y asesinado a cinco adolescentes. 

Ahora el pueblo podría por fin descansar en paz, después de meses en el infierno...

En la medida que cada uno de los casos salían a la luz, el miedo se instauraba entre sus habitantes hasta el punto de que muchas familias prefirieron no llevar a sus hijas ni al instituto. Yo era la inspectora al cargo del caso y, después de meses investigando, solo encontramos a un sospechoso: Robert Finch. Se trataba de un joven de treinta años que vivía solo y apartado de la sociedad, aunque todo el mundo sabía de su triste historia. Hijo de padres alcohólicos y abusadores, una de sus aficiones desde pequeño era torturar y matar a pequeños animales que encontraba por el bosque. Además, tenía antecedentes de acoso sexual en prácticamente todos sus respectivos trabajos y varias órdenes de alejamiento. En definitiva, cumplía con el perfil idóneo para un criminal de su especie. 

—¿Dónde estabas el cinco de noviembre a las nueve de la noche? —le preguntaba, al mismo tiempo que le enseñaba la foto de una de sus víctimas—. ¿La conoces verdad? Se llamaba Rachel y hoy tendría dieciocho años...

—Claro que sé quién es... Era muy guapa —me respondió entre risas, mientras sujetaba la fotografía de aquella pobre muchacha—. Pero yo estaba en casa a esa hora, nunca salgo de noche.

Estaba segura de que mi instinto no me mentía y que la persona que tenía delante era el despiadado ser que hizo todas aquellas atrocidades, pero no había pruebas suficientes para incriminarlo. 

—¡Joder! —chillé perdiendo los nervios, a la vez que lo veía salir de la comisaría con su abogado. 

Pasamos muchas semanas detrás de él para encontrar alguna pista, pero el hombre era demasiado discreto. No conseguimos nada en absoluto, solamente pistas que no llevaban a ningún lugar. Lo peor de todo aquello era que, cada segundo que pasaba, se podía respirar cada vez más la tensión y los nervios del pueblo. Les aterraba la idea de estar conviviendo con un asesino y que, por tanto, ninguno de ellos, sobre todos las más jóvenes, estaban a salvo. Fue uno de los casos más frustrantes de toda mi carrera. Dediqué sangre, sudor y lágrimas, pero era como chocar constantemente con un muro invisible. ¿Qué era lo que no veía?, me preguntaba. El número de chicas desaparecidas solo hacía que aumentar y yo no podía hacer otra cosa que poner sus fotografías sobre una jodida pizarra de veinte dólares. Resultaba desesperante, agotador e increíblemente angustiante. Llegué a mi límite y, finalmente, hice lo que ningún profesional respetado haría: incriminar el sospechoso con pruebas falsas. 

Fui extremadamente meticulosa y nadie nunca sospechó nada, por lo que yo seguiría siendo una profesional dedicada a su trabajo y Robert le tocaría pasar el resto de su vida en la cárcel. Me repetía una y mil veces que había hecho lo mejor para la protección de los ciudadanos, pero, aún así, mi consciencia no se quedó nunca tranquila desde ese día. Había hecho algo que iba en contra no solo de la ley, la que juré proteger, sino también de mis principios, así que, ¿qué era lo que me separaba realmente de esos miserables a los que yo misma detenía? Todo el mundo parecía aliviado ante las noticias del arresto de aquel atroz asesino, pero yo en cambio me sentía vacía y sin rumbo por el cual dirigirme.

—¿Un martini inspectora? —me preguntó Héctor, el dueño de mi bar favorito de la ciudad.

Esa noche me apetecía tirarlo todo por la borda, pues la culpa que sentía en mi interior solo provocaban en mi deseos de autodestrucción. 

—Si, por favor —le respondí, intentando no pensar en lo que pasaba por mi mente.

Una vez introduje el potente alcohol que ardía por mi garganta, me puse algo melancólica... 

Llegué a Alaska hacía a penas cuatro años, buscando un futuro que en mi ciudad natal no existía y con la ilusión de poder hacer el trabajo de mis sueños. Era joven, pero ambiciosa y con un gran sentido de justicia, por lo que en muy poco tiempo me ascendieron y me gané el respeto de un mundo dominado por hombres. Me consideraba una buena profesional y estaba muy orgullosa de lo que había conseguido, pero, después de años de duro trabajo, ya no podía ni mirarme al espejo sin avergonzarme. 

—Naja, ¿te encuentras bien? —me preguntó mi pareja al verme llegar a casa en ese estado de embriaguez.

—Si, no te preocupes... —le respondí, mientras caminaba tambaleándome de un lado a otro hasta aterrizar en la cama.

El mundo me daba vueltas, pero esa sensación era mucho mejor que estar pensando constantemente en mi error. Ni siquiera se lo había dicho a Bianca. No quería decepcionarla. 

—Buenas noches, te quiero —me decía, mientras rodeaba sus brazos por mi espalda y yo intentaba ahogar mi llanto en el silencio. 

¿Llegará el día en el que dejaré de sentirme de este modo?, me preguntaba una y otra vez, mientras mis ojos se cerraban del cansancio...

—¡Naja, te están llamando! —me gritó Bianca para despertarme. 

Eran las cinco de la mañana. 

—Hemos encontrado un cadáver —me dijo Barry, mi superior, al coger su llamada. 

Me fui corriendo a la ducha, me vestí lo más rápido que supe y cogí mi coche para llegar cuanto antes a la comisaría.

—Por fin llegas, Lacroze —dijo Barry, una vez entré en la sala de reuniones. 

Había llegado la última.

—Lo siento jefe —respondí, a la vez que me sentaba a su lado, mientras Benjamin continuaba explicando los hechos.

La víctima se llamaba Rose Lance, era una chica de apenas diecisiete años, la cual asesinaron en el puerto de una forma atroz. La habían apuñalado hasta trece veces, aunque ninguna de ellas había sido letal, por lo que murió finalmente desangrada unas tres horas después. Las fotos del suceso eran terribles. 

—¿Hay algún indicio de que haya podido ser violada? —le pregunté, dejando toda la sala en silencio. 

Nadie quería reconocerlo, pero el método era muy parecido al caso de Robert Finch, el mismo que había encarcelado un año atrás. ¿Me había equivocado?, me preguntaba una y otra vez, mientras me mordía las uñas.

—Ahora mismo están haciendo la autopsia, por lo que sabremos más detalles dentro de un par de horas —me contestó Benjamin, agotando la poca paciencia que me quedaba en ese instante.

—He preguntado si hay algún indicio Benjamin, contéstame —le dije, sin intentar siquiera ser amable. 

Se quedó en silencio ante el impacto de mis palabras, aunque, después de unos pocos segundos y mi cara de malhumor, prosiguió con la explicación.

—Como se puede ver en las fotografías, sus ropas están forzadas y tiene marcas de rozaduras en las muñecas. Seguramente la ataron con una cuerda antes de matarla, por lo que...

—Seguramente fue violada —respondí en su lugar, mientras continuaba mordiéndome las uñas y movía mi pierna izquierda con rapidez ante los nervios.

—Eso creo... 

—Mierda —dije, al mismo tiempo que me levantaba. 

—¿Dónde vas Naja? —me preguntó Barry, exaltado al verme perder la calma de esa forma. 

—A asegurarme que Robert Finch sigue aún en la cárcel. 

Cogí una de las fotografías de la pizarra y salí de allí para dirigirme directamente hacia la prisión del estado a la que habían enviado a Robert. Fui tan rápido que a penas llegiré en diez minutos.

—Soy la inspectora Lacroze, vengo a interrogar al señor Finch —le decía al guardia, a la vez que le enseñaba mi placa. 

—Acompáñeme, inspectora —afirmó amablemente. 

En la medida que avanzaba por aquellos oscuros pasadizos, oía como mi corazón latía con fervor. Había actuado impulsivamente y, sin saber si sería capaz de afrontarlo, me encontraría en unos pocos segundos con el hombre que puse a la cárcel ilegalmente.

—Hola, Naja —saludó Robert, una vez entré en la sala de interrogatorios. 

Estaba muy cambiado. Tenía el pelo largo hasta los hombros y tanta barba que prácticamente fui incapaz de reconocerlo en un principio. Además, solo era capaz de ver una terrible y profunda oscuridad en su mirada que parecía consumirte en ella. 

—Para ti soy la inspectora Lacroze —le dije, intentando no mostrarme débil ante su presencia. 

—No me digas eso Naja, pensaba que teníamos una relación especial... 

—¿Conoces a esta chica? —le pregunté, ignorando sus palabras, a la vez que le mostraba una de las fotografías que cogí de la comisaría.

Al ver la imagen, se puso a reír como el psicópata que era. Sin darle importancia al hecho que en ella podía ver a una chica muerta y desangrada ante sus ojos. 

—¿Qué mierda te hace tanta gracia? —le pregunté, golpeando mis manos contra la mesa. 

Se quedó entonces en silencio y sentí, de nuevo, como me absorbía con sus ojos. Tic-tac-tic-tac, sonaba el reloj, mientras me ahogaba en el silencio. No podía aguantar ni un segundo más en ese estado.

—¡Respóndeme! —le grité con el corazón retumbándome en mi pecho hasta dolerme.

Pero de repente se levantó muy enfurecido y tiró no solo los papeles, sino toda la mesa entera al suelo. Iba a por mí. 

—¡Hija de puta, te mataré! Juro que te mataré por lo que hiciste —me decía, mientras me retenía contra la pared con sus manos en mi cuello. 

Intenté sacármelo de encima, pero tenía demasiada fuerza para poder hacer algo. Sentía que perdía el conocimiento por segundos y, entonces, por suerte, entraron los guardas de seguridad. Hicieron falta cuatro, e incluso cinco de ellos, para sacarme de encima a ese monstruo. Justo después me desmayé ante la falta de aire y la tensión del momento. Me desperté unas horas después en el hospital.  

—Quiero que te tomes una semana de vacaciones —me dijo Barry con un tono de voz y una mirada que reflejaba cierta decepción. 

—Si, señor... —le respondí, decepcionada también conmigo misma por mi imprudencia. 

Aún así, ¿sería capaz de quedarme tranquila una semana entera?, me preguntaba. Al fin y al cabo, no podría quedarme de brazos cruzados si había puesto un hombre inocente en la cárcel y, por tanto, el asesino iba rondando de nuevo tranquilamente por las calles de un pueblo desolado por el miedo. 

Divagando entre oscuros pensamientos, se hicieron casi las doce de la noche y, sin embargo, el sol se alzaba aún a medianoche.
























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