Las hijas de Baztán (capítulo 4: Cassandra, parte 1)
Todas nos reíamos a carcajadas alrededor del fuego, como siempre sucedía cuando Lilith contaba alguna de sus trépidas historias, pero de pronto...
—Juro que esto no es nada comparado con lo que padecerán más adelante todos los culpables... No pararé hasta vengarme por lo que le hicieron a Javier y cuando lo haga desearan estar muertos... —decía, mientras cerraba el puño con un profundo odio, dejando a todo el grupo en silencio ensordecedor.
Todas sabíamos quién era el hombre que mencionaba y la trágica historia que rodeaba su nombre... Ambos estaban perdidamente enamorados el uno del otro, pero su relación no fue aprobada por la familia de Lilith; sobre todo, por su padre, un terrateniente muy autoritario y extremadamente orgulloso que se negaba a que su primogénita se casara con un campesino que era siervo de sus tierras. Pero, a pesar de ser uno de los hombres más poderosos de la gran ciudad, le era imposible controlar a su hija, la cual seguía viendo a escondidas a Javier, movida por una pasión ardiente por aquel hombre que, a sus ojos, resultaba tan enigmático.
—Nunca había conocido a un hombre como él. Todos con los que me quería casar mi padre eran tan vanidosos y hostiles… Para ellos, yo no era más que el vientre en los que nacerían sus futuros herederos, o el florero con el que decorar sus visitas, y sus miradas eran tan obscenas, tan sucias,... que tenía claro que a su lado mi vida sería miserable. La idea de casarme con ellos me parecía tan abominable que refería ahorcarme antes de subyacer con alguno de ellos. Pero, entonces, entre toda esa penuria, apareció Javier. Un hombre tan dulce y bondadoso…
Una de las pasiones de Lilith era montar a caballo, pero siempre debía hacerlo a escondidas y muy temprano por la mañana para que su padre no la viera, debido a que éste se lo prohibía al creer que ello era solo de hombres y, por tanto, no propios de una dama. Entonces, una de esas tantas mañanas, ella no se encontraba muy bien debido a una fuerte discusión familiar que no le permitió echar el ojo en toda la noche. Todo empezó cuando su padre se presentó en casa sin avisar con Benjamín, el hijo de uno de los terratenientes más importantes de la comarca, con la intención de negociar un acuerdo matrimonial sin ni siquiera comunicarle nada, como si su voluntad no fuera relevante para tomar esa decisión. Eso molestó tanto a Lilith que, una vez ese hombre se marchó por la puerta de su casa, le anunció a su familia que no estaba dispuesta a aceptar el compromiso. Su padre, muy enfurecido por la insubordinación de su propia hija, manifestó con gran ira que estaba siendo una egoísta, puesto que ese enlace daría la oportunidad de ampliar sus tierras y conseguir así más beneficios para su legado. Y, aunque Lilith sabía que debía casarse en algún momento, como se la obligaba, se negaba a que fuera con ese tipo. Al menos con él no podía ser, puesto que, si por lo general todos los hombres que había conocido hasta el momento eran vanidosos y hostiles, él era el más vanidoso y hostil de todos ellos. Fue entonces que, a pesar de no sentirse bien, cogió el caballo con la intención de despejarse de aquel ambiente oscuro que pretendía ser un hogar. El problema fue que, cuando llevaba casi media hora montando, su cabeza empezó a dar vueltas, desmayándose finalmente y cayendo estrepitosamente del caballo blanco de su padre. Se despertó entonces en una no muy cómoda cama de paja, mientras un hombre la curaba las heridas del brazo que se produjeron al caerse de aquel hermoso animal.
—Fue la primera vez que un hombre no me miraba con aquellos ojos tan sucios ni con la intención de someterme, sino que, más bien, su mirada resultaba serena y acogedora. Incluso en sus últimos momentos, acusado falsamente por robo y condenado a la horca, nunca dejó de mirarme con esos ojos… —y, entonces, lágrimas asomaron por sus mejillas por la impotencia de no haber podido salvar a la persona que más quería en este mundo.
Desde el día que fui testigo por primera vez de la crueldad humana, cuando Baba murió frente a mis ojos, nunca fui capaz de aceptar el orden establecido por la sociedad. Mujeres y hombres inocentes asesinados por las garras de los poderosos, el clero y los señores, los cuales no toleraban nada que no siguiera con el orden que ellos mismos habían impuesto. Las mujeres que a lo largo de los años habían sido acusadas de brujería, solían ser mujeres campesinas que tenían el poder de las tierras que sus maridos les habían dejado tras su muerte; mujeres que poseían grandes conocimientos sobre hierbas curativas que ponían en evidencia a los médicos y sus anticuados saberes; o, también, mujeres que no se acomodaban ni al papel de madre ni esposa. En cambio, los hombres que eran asesinados en la horca solían ser siervos que se sublevaron ante la tiranía de los amos de sus tierras, junto también a otras mujeres que arremetían contra el abuso del poder corrupto de la Iglesia. Baba y Javier fueron víctimas de ese cruel sistema. Y todas las mujeres que nos encontrábamos allí sabíamos que, tarde o temprano, nos convertiríamos también en esas víctimas, al no encajar ni querer encajar en aquellos estándares. Algunas provenían de familias donde el conocimiento de las hierbas curativas era transmitido en secreto de generación en generación, otras eran campesinas viudas que temían el despotismo de los señores feudales, y, por último, algunas, como yo, eran mujeres que no podían seguir el rol que se le imponía desde sus familias como esposas o madres.
Asimismo, la historia trágica de ese amor imposible de Lilith me hizo pensar en la mía propia. No podía imaginarme el dolor de perder a la persona que amaba, ni quería hacerlo tampoco. Había perdido a Baba, y su muerte dejó en mí una huella que nunca se desvanecerá por su crueldad e injusticia, pero ver morir ante mis ojos a la persona más importante de mi vida era un muro que me negaba a cruzar. Cogí, entonces, su mano y deseé con todas mis fuerzas que, si algún día llegaban a atraparnos, que al menos ella saliera impune y sin ningún rasguño de toda esta lucha sinsentido. Solo de pensar en ello, hacía que mi corazón palpitase con gran intensidad, ante la angustia de ser consciente de que esa situación estaba más cerca de lo que estaba preparada realmente.
—¿Estás bien? —me preguntó Cassandra, mientras apoyaba su mano cariñosamente en mi mejilla con la intención que la mirara a los ojos.
Pero, incapaz de hacerlo en ese momento, apoyé mi frente sobre su hombro y la abracé con el deseo de fundirme entre sus brazos.
—Te quiero Cassandra, nunca permitiré que te hagan daño —le dije mientras mi corazón se calmaba ante la calidez que desprendía su alma.
Entonces, noté como sus labios acariciaban los míos y rodeaba sus brazos entre mis hombros.
—No lo digas como si estuvieras dispuesta a sacrificarte por mí, tampoco permitiré nunca que esos cretinos toquen un pelo de tu hermoso rostro. Además, eres la líder de nuestro grupo, ¿qué harían las chicas sin ti? —me decía con la ternura de su voz y la dulzura de sus labios.
Todo resultaba tan natural a su lado, que me era imposible imaginarme una vida con otra persona y mucho menos con un hombre, como mi familia y la sociedad me exigía. La descripción que Lilith hizo de su amante me recordaba a Cassandra, una persona tan buena y cariñosa que resultaba incomprensible entender cómo la vida se había portado tan injustamente con ella. Era hija única de un matrimonio de dos campesinos libres, pues su padre compró por su libertad después de años de duro trabajo. Pero, por desgracia, no duró mucho, debido a que su padre enfermó tan gravemente que los médicos lo consideraron incurable. Fue así que, dos meses después que le diagnosticaran la enfermedad, murió en su lecho rodeado de las dos mujeres más importantes de su vida. Pero, por muy triste que sea la historia, en realidad, eso solo fue el inicio de su sufrimiento.
Su madre se convirtió en ese momento en la dueña de las tierras y, aun ser muy capaz, pues llevaba años realizando el mismo trabajo que su marido fallecido, se empezaron a crear rumores que ponían en duda todo su esfuerzo. Esto era por la creencia de que toda mujer que no estuviera bajo el dominio masculino, al ser de mentalidad débil y de naturaleza peligrosa, acabaría sucumbiendo ante el Demonio. Es por ello que la Iglesia aclamaba que las mujeres que no estaban controladas suponían un peligro, sobre todo las viudas, que, además de no estar vigiladas por sus maridos, tenían experiencia sexual. Se consideraba que estas mujeres acabarían seduciendo a hombres casados, rompiendo con el núcleo familiar sagrado, al llevar a dichos varones por el camino de la lujuria. Por tanto, el lugar donde debían estar las mujeres era dentro de la familia, junto a su marido y sus hijos. Fuera de ello, era arrastrada al pecado y, a su vez, si no había pruebas de la práctica de su fe, podía ser acusada de herejía. En el caso de la madre de Cassandra fue incluso peor y terminó siendo la segunda mujer muerta en la hoguera, poco después de que le sucediera lo mismo a Baba, quedándose huérfana a la escasa edad de once años en un mundo rodeado de depredadores y su maléfica crueldad hacia los más vulnerables.
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