EL CEMENTERIO DE FRANKENSTEIN (parte 1)

En una melancólica tarde de otoño, cuando el frío empezaba hallarse en la tristeza del paisaje sin vida y la oscuridad acechaba poco después del mediodía, me encontraba en mi pequeña cabaña del cementerio. Era un lugar algo desolado, algunos dirían hasta siniestro, pero en el que me sentía cómodo al poder estar solo y alejado de la mirada ajena. Llevaba allí desde hacía más de quince años, y me dedicaba simplemente a vigilar y a cuidar que todo estuviera en buen estado. Un trabajo sencillo, pero que me daba la tranquilidad que siempre había anhelado.

—¿Has oído el rumor de que hay un monstruo deambulando por el cementerio? —le preguntaba entre risas una mujer desconocida ante mis ojos a Luna.

Se trataba de una joven de no más de treinta años que venía cada semana a visitar la tumba de sus padres, los cuales murieron cinco años atrás en un desafortunado accidente de tráfico. Nunca había hablado con ella directamente, pero me gustaba observarla desde la distancia. Se quedaba al menos una hora cada vez que venía, normalmente los viernes a las seis de la tarde, y hablaba con los difuntos como si de verdad pudieran escucharla, aunque con una mirada que reflejaba una apenada nostalgia que rompía el alma. Alguna vez pensé en acercarme a ella, pues una parte de mí no soportaba verla tan triste. Pero la idea desaparecía de mi mente rápidamente, ya que temía asustarla con mi grotesca apariencia.

—No digas eso Helena. Larry no es un monstruo, solo tiene una deformación en la cara de nacimiento. No se merece que lo tratéis de este modo, estoy segura es una estupenda persona... —le contestó a su amiga con cierta decepción.

Su respuesta fue una grata sorpresa, aunque tampoco quería ilusionarme por unas simples educadas palabras. Debido a que, seguramente, no iban más allá que una compasión vacía por la desgracia de un pobre deformado.

—¿Pero cómo puedes saber eso si nunca has hablado con él? ¿Y si es un pervertido o algo así? ¿Quién si no viviría aquí? —le preguntó, alzando la voz sin saber que las estaba escuchando a unos pocos metros.

Podían parecer unas duras palabras, pero a lo largo de mi vida había escuchado cosas mucho peores, por lo que no me afectaron en demasía.

—¡Helena! —gritó Luna con gran indignación—. Larry ha cuidado estupendamente la tumba de mis padres desde el primer día de su entierro y estoy muy agradecida por ello. Aunque seamos familia, nunca más vendré contigo si vuelves a decir algo así.

'Familia', una palabra a la que dejé de aferrarme mucho tiempo atrás. O al menos eso creía, pues no pude evitar que recuerdos del pasado resurgieran en mi mente al escucharla...

En la pequeña habitación de un pobre apartamento, me encontraba en la oscuridad junto a mi madre. La luz entre esas cuatro paredes siempre era inexistente, incluso durante el día más soleado se cerraban las persianas. Así mi madre lo prefería y así yo me acostumbré, pues este modo evitaba que más lágrimas cayeran por su rostro cada vez que me veía.

—¿Por qué te di a luz? —preguntó de repente, tapándose los ojos con sus manos como si yo hubiera sido su mayor desgracia.

Lo que no sabía en ese momento era que esas serían las últimas palabras que escucharía de su boca. Unos pocos días más tarde, se iría de casa para siempre. A consecuencia de ello, no solo tuve que sufrir la tristeza de su abandono, sino además el hecho de vivir solo junto a mi padre, un alcohólico empedernido que tendía a desahogar su frustración conmigo.

—¡Desgraciado, por tu culpa tu madre se ha marchado! —exclamaba, mientras me pateaba el estómago en el suelo.

Con una gran cantidad de lágrimas que se desbordaban por mis ojos, no podía dejar de pensar lo mucho que odiaba mi vida. A mi padre por su violencia, a mi madre por abandonarme, a los niños de la escuela por burlarse de mí y marginarme, a los profesores por pretender que eran amables conmigo cuando no tenían ninguna intención de ayudarme, entre muchas otras cosas con las que intentaba esconder que, en realidad, a quién odiaba más de todo ellos no era otro que yo mismo. Me era insoportable observar esa cara con la que la vida me maldijo, la causa de todos los desafortunados problemas a los que me vi arrastrado y el motivo por tanto de mi eterna soledad.

—¡Cuidado que viene Frankenstein! —gritaba un niño en el patio del colegio, provocando que todos los demás chillaran y huyeran como si de verdad fuera un monstruo.

Con escasos años de vida, me di cuenta de que lo mejor que podía hacer tanto para mí como para el resto era vivir aislado del mundo. De este modo, cuando cumplí dieciocho años y dejé de ser útil para mi padre, al no recibir más ayudas económicas por tener un hijo con discapacidad, me echó de casa y no tuve más remedio que encontrar mi camino sin nadie al que poder sostenerme.

—No vuelvas a presentarte aquí nunca en la vida, maldito adefesio —me dijo por última vez en la puerta de aquella casa, a la vez que me tiraba varios billetes de veinte dólares en la cara.

Los recogí entonces del suelo mientras le escuchaba reírse, perdiendo así la última dignidad que me quedaba, y me fui para no volver en todo lo que quedaba de mi existencia a aquel lugar al que nunca pude llamar hogar. El miedo crecía en mi interior en la medida que el tiempo transcurría sin freno, pues no tuve más remedio que vivir en la calle durante meses al quedarme sin dinero y no encontrar un trabajo en el que alguien quisiera contratarme. Una experiencia muy dura que solo me llevó a más sufrimiento. Me robaron lo poco que tenía, me apalearon constantemente y en alguna de ellas incluso me tomaron fotos y me grabaron para humillarme, entre un sin fin de cosas más que solo hicieron mi vida aún más miserable. Al menos todo cambió a mejor cuando encontré el cementerio, aunque fuera después de saber que mi madre había fallecido y que allí era dónde enterraron su cuerpo.

—¡Tú! ¿Nos estabas espiando o qué? —me preguntó de repente esa mujer llamada Helena, provocando que volviera a la realidad después de revivir en mi mente infames recuerdos de un pasado que prefería olvidar.

Justo después de escucharla y al ver que se acercaba hacia mí con la rapidez de un depredador, me entró un pánico atroz, como si de verdad mi vida corriera un peligro inmanente, y hui todo lo rápido que pude hacia la cabaña. No soportaba los gritos, siempre hacían que mi cuerpo se tensara y mis manos me temblasen.

—Todo está bien, todo está bien, todo está bien... —me decía a mi mismo una y otra vez, mientras balanceaba mi cuerpo en el suelo para poder calmarme—. Todo está bien, todo está bien, todo está bien...

Pero justo en ese momento, alguien llamó a la puerta, provocando que mi cuerpo saltara al sentirme hiperactivado ante el peligro.

—Larry, soy Luna —anunció esa joven con la que siempre había anhelado hablar, aunque no en esas circunstancias—. Quería disculparme por el comportamiento de mi prima, lo siento mucho de verdad. Nunca más vendré con ella, te lo prometo.

Era incapaz de comprender por qué se tomaba tantas molestias por alguien que no conocía prácticamente. ¿Será una simple simpatía por alguien desgraciado?, me preguntaba con la mirada perdida en la nada absoluta.

—No pasa nada, así que vete —le hablé por primera vez, no siendo en realidad lo que esperaba decirle después de tanto tiempo pensando en acercarme a ella.

—Lo siento mucho... de verdad... —dijo Luna por última vez con un tono de voz que denotaba cierta culpabilidad.

Oí entonces como sus pasos se alejaban progresivamente, causando que en mi interior resurgiera el dolor de la soledad, el cual llevaba tiempo en un estado latente al haberme acostumbrado a ello con el paso de los años. Era una sensación terriblemente angustiosa, el hecho de acostumbrarte a la frialdad para que justo después alguien encendiera una hoguera que solo conseguía quemarte.

—¿A caso vale la pena vivir de este modo? —me preguntaba a mi mismo, acariciando la tentadora idea de una muerte inminente.

La vida me era tan dura e insoportable, y, sin embargo, morir era tan fácil, que el hecho de descansar en paz eternamente me resultaba una idea deseable, sugerente e incluso irresistible. Todo acabaría para siempre, tanto el dolor, la soledad, la angustia, el miedo, la tristeza...

—No te vayas Larry -me decía Luna, agarrando mi mano para impedir que me marchara—. No te vayas, por favor...

El día se había apagado y una tormenta se atisbó lentamente en el cielo, provocando que la lluvia cayera sobre nuestras cabezas al hallarnos en un campo descubierto de flores silvestres.

—¿Y por qué debería escucharte? —le pregunté, apartándome de su lado—. Tú nunca podrás entender mi sufrimiento...

Sus ojos se veían más triste que nunca y, entonces, puso una de sus suaves y pequeñas manos en mi mejilla, acariciando con delicadeza el rostro deformado que tanto odiaba y que repugnaba a todo aquel que lo miraba.

—Tienes razón, puede que nunca sea capaz de entender por todo el sufrimiento que has pasado... Pero, ¿eso mismo no significa que realmente no es que no quieras vivir, sino dejar de sentir todo ese dolor? —me preguntó, haciéndome sentir confuso ante sus palabras—. ¿Acaso no querrías seguir viviendo si alguien te quisiera tal como eres y te acompañara para que dejases así de estar tan solo y aislado?

La pasión con la que narraba sus palabras, hicieron que mi corazón volviera a latir con viveza. Aunque no por mucho tiempo...

—Por favor, no me des esperanzas... —le rogué, al tener un miedo atroz a que pisotearan lo poco que quedaba de mi corazón.

Me giré para irme de allí de una vez por todas al no poder soportarlo por más tiempo, pero entonces noté como sus delicados brazos me envolvían la cintura por mi espalda, a la vez que apoyaba en ella su bello rostro.

—Quiero darte todas las esperanzas que existan Larry...


El reloj sonó de repente, lo que significaba que eran las seis de la mañana y que, por tanto, todo había sido un sueño.

—Mierda... —dije cabizbajo, irritado por el deseo que mi propio inconsciente proyectó mientras dormía.

Continuará...




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