LA PUERTA DEL INFIERNO (Capítulo 1)

Era una noche de diciembre. Me encontraba encerrada en una habitación desconocida, sin apenas luz ni ventanas. No sabía que día era, o ni siquiera si el sol o la luna se alzaban en el cielo. Pero, tenía claro que allí solo me esperaba la muerte.

—¡Sácame de aquí! —le rogaba—. No puedo más...

Sentía que me estaba volviendo loca, esperando un final que no sabía cuando llegaría. Incluso los segundos parecían eternos.

—¿Por qué me haces esto? —le preguntaba entre lágrimas, aunque sin saber si ni siquiera me estaba escuchando.

Mi cuerpo tiritaba. Solo llevaba un fino vestido de color rojo, roto además por uno de sus costados, por lo que el frío que pasaba por debajo de la puerta me llegaba hasta los huesos. Asimismo, las muñecas y los tobillos me dolían por el roce de las cuerdas que me ataban, y el corte en el muslo que me había hecho al caerme en el bosque no paraba de escocerme. Era una situación terrible, inhumana. 

—¡Que alguien me ayude! —gritaba.

Pero no había respuesta. Solo silencio, oscuridad, desesperanza.

Ocho meses antes...

Sentada delante del espejo de mi camerino, rodeado de luces que iluminaban la habitación con toques dorados, de repente, alguien llamó a la puerta.

—Miranda, preguntan por ti por teléfono —me dijo mi mánager al entrar, interrumpiéndome en la mitad de mi maquillaje.

Miré el reloj y suspiré. Eran las seis y cuarenta, lo que significaba que quedaban veinte minutos exactos para salir al escenario. Me gustaba pasar sola los últimos minutos antes de la obra para relajarme y, por lo visto, eso ya no podía ser.

—¿Quién es? —le pregunté algo tensa.

—No lo sé, solo ha pedido por ti —respondió, dándose cuenta en ese momento de su error.

Hacía casi un año que la había contratado y aún persistía en equivocarse en cosas tan básicas. Me desesperaba.

—¿Y no le has preguntado por su nombre? —le dije, perdiendo un poco los nervios.

—No, no se me ha pasado preguntarle. Lo siento... —me contestó, al ver mi cara.

Me levanté entonces de mi sillón y fui hacia donde estaba el teléfono del teatro.

—Soy Miranda, ¿quién es? —pregunté al coger el teléfono.

Pero lo único que obtuve fue el silencio. 

—¿Hola? —insistí de nuevo, aunque obteniendo el mismo resultado—. Mierda.

Colgué el teléfono malhumorada. Me desquiciaba que me hicieran perder el tiempo, así que volví de nuevo a mi camerino para intentar tranquilizarme antes de salir al escenario. Primero inspirar el aire por la nariz y después lo espiras por la boca, me decía a mi misma repetidamente para relajarme. Cuando empezaba a encontrar mejor, Jennifer me paró en la mitad del pasillo para decirme:

—Miranda, el jefe quiere verte en su despacho.

En ese instante, sentí como un escalofrío me recorría todo el cuerpo. 

—¿Qué quiere esta vez? —le pregunté, a la vez que suspiraba. No quería saber nada de ese hombre.

—Creo que algo sobre tu nómina —me contestó, agarrando mi hombro para darme las fuerzas que necesitaba. 

Lo que me faltaba justo antes de salir al escenario, pensé. En realidad, todas odiábamos a ese hombre. Era la peor escoria humana, pero no había nada que pudiésemos hacer al ser el que pagaba nuestro sueldo. 

—¿Pasa alguna cosa, Fernando? —le pregunté al entrar.

—Cierra la puerta.

No me gustaba la idea de estar encerrada en una habitación con él, pero faltaba poco para que empezara la obra y no me apetecía discutir. Al jefe le ponía de mal humor que le lleváramos la contraria.

—No me gustó como me miraste el otro día —confesó.

Se refería a la cena de empresa que hicimos hacía un par de noches, en la que me hizo sentarme encima de su regazo y me tocó de forma inapropiada.

—A mi tampoco me gustó cómo me trataste —le respondí, harta de tener que aguantar todas sus faltas de respeto. 

En ese momento, dio un fuerte golpe en la mesa para hacerme callar.

—¡Aquí se hace lo que yo diga! —exclamó acercándose a mí.

Apoyó en ese instante su mano en la puerta al lado de mi cuello. Estaba tan cerca, que incluso le podía oler el aliento asqueroso a puro que emanaba de su boca.

—No me toques, hijo de puta —le dije, intentando no mostrar el miedo. 

Vi en sus ojos la mirada de alguien que sabe que tiene el control. Podía hacerme lo que quisiera y yo no podría hacer nada contra él, o de lo contrario nunca más podría pisar de nuevo el escenario de un teatro. Tenía muy buenos contactos y yo demasiada mala suerte. Pero entonces...

—¡Señor, la función está a punto de empezar! —gritó alguien al otro lado de la puerta.

—Ahora vengo —le contestó, algo molesto al interrumpir su diversión.

Al notar que separaba un poco su cuerpo del mío, le pisé el pie con todas mis fuerzas y le empujé para poder librarme de él.

—Puta... Esta vez lo dejaré por hoy, pero la próxima vez no escaparás tan fácil... —me advirtió.

Él era un depredador y yo la presa a la que iba a devorar en cuestión de tiempo. Pero no estaba dispuesta a seguir escuchándolo y me fui corriendo de su despacho. Intenté no llorar, ser fuerte. Me puse bien la blusa y respiré hondo para poder tirar hacia delante, sin mirar atrás. Tu puedes, me decía a mí misma, aunque no me lo creyera de verdad.

—Miranda, por fin te encuentro —me paró mi mánager a punto de llegar al escenario—. Tienes que salir en cinco minutos y no te encontraba en ningún sitio. Toma, aquí tienes la pelu... Espera, ¿estás bien? Te noto algo rara.

Cogí bruscamente la peluca de su mano y le contesté sin mostrar ninguna emoción:

—Estoy bien.

Salí en ese momento al escenario. Quería olvidar todo lo que acababa de pasar y actuar resultaba mi salvación. Antes tenía papeles mucho más importantes, por eso podía permitirme a una mánager, pero todo cambió cuando ese accidente ocurrió cuatro años atrás. Al menos seguía pudiendo actuar, fueran cuales fueran las circunstancias, y eso era lo único que me importaba, lo único que me hacía feliz. 

Lo que no sabía era que, eso a lo que yo llamaba felicidad, no duraría por mucho tiempo...










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