Relato de un psicópata: El conde Guillermo (revisada)
En el abismo de una noche de insomnio, me encontraba en mi rincón predilecto del castillo. Era una sala sin ventanas, iluminada por solo un par de antorchas y en la que se podía perfectamente oler la sangre. A mi me gustaba llamarla La habitación de los juegos.
—¡Pare, se lo ruego! —gritaba la mujer a la que torturaba—. Yo no secuestré a esos niños, lo juro —me aseguraba, mientras lloraba desesperada.
Me fascinaba escuchar sus lamentos de agonía, notar como se les cortaba la piel con un cuchillo recién afilado, ver ese líquido espeso derramarse por sus venas, entre otras muchas sensaciones gratamente estimulantes. Toda mi existencia giraba alrededor de esas cuatro paredes. Era el único sitio en el que podía sentirme vivo de verdad.
—¡Gregorio, gira la rueda hasta los treinta centímetros cuando te diga y arráncale las extremidades a esta puta de una vez! —le ordené a mi verdugo entre risas. Lo estaba disfrutando—. Uno...
Era el momento de contar, uno de mis favoritos.
—Yo no he hecho nada... Créeme, soy inocente —insistía entre sollozos al saber lo que le esperaba.
—Dos... —continué diciendo, ignorando sus súplicas.
—Por favor, se lo imploro...
—Es tú última oportunidad —le dije, no pudiendo contener la risa ante su desespero—. ¡Confiesa tus pecados!
—No...
Pero era demasiado tarde. Su destino ya estaba escrito.
—¡Tres! ¡Ahora Gregorio!
La rueda giró y sus brazos se extendieron hasta límites inhumanos. Mi corazón latía con tanto entusiasmo que apenas era capaz de oír nada más a mi alrededor y tenía que morderme la uña hasta romperla para poder dominar mis emociones.
—¡Ah, ah, ah! —chillaba, mientras se desgarraba la piel lentamente.
—¡No pares, Gregorio! Esto es hermoso —exclamaba como si fuera una obra de arte, a la vez que caía de rodillas al suelo al sentir como un cosquilleo me recorría todo el cuerpo.
Siempre me pasaba cuando oía el sonido de los huesos rompiéndose. Me excitaba demasiado y no podía parar de restregar la mano por todo mi cuerpo. Estaba fuera de mi control. Pero, entonces, se hizo el silencio.
—¡Hijo de puta, la has matado! —le decía encolerizado a Gregorio, mientras le pegaba con mi bastón en la cabeza— ¡Ahora no podré verla arder en la hoguera! Con lo que me gusta oír sus gritos y oler su carne quemándose…
En ese instante, recuerdos ocultos del pasado invadieron mi mente. Delante de mí estaba mi madre, Dominica, una prostituta de los suburbios que descubrieron intentando envenenarme y a la que acusaron de brujería.
—¡Ah, ah! —gritaba desesperadamente, siendo consumida por las llamas. Pero, entonces, nuestras miradas se cruzaron—. Tú… Ojalá te hubieras muerto cuando te parí, ¡maldito tullido! Todo es por tu culpa, solo traes desgracia —manifestaba iracunda.
Sus gritos siguieron y siguieron, haciéndose más sonoros en la medida que el fuego la abrasaba. Cualquier niño en mi situación se hubiera traumatizado; pero, yo, en cambio, sentí una felicidad desbordante por primera vez en mi vida.
—¡Muere! —aclamaba junto a toda la gente de mi alrededor, a la vez que le tirábamos piedras y barro a esa maldita bruja que una vez llamé madre.
Entregado a ese recuerdo, con una sonrisa en la boca, de repente, un chorro de sangre me salpicó en la cara.
—Mierda, lo he vuelto hacer —dije con indiferencia, mientras los sesos de Gregorio caían por el suelo—. ¡Arnaldo! —vociferé, llamando a mi fiel ayudante.
—¿Qué sucede, señor? —me preguntó educadamente.
—Corta los dos cuerpos a trozos y dáselos de comer a mis perros —le explicaba, al mismo tiempo que me agarraba la mano derecha para controlar el temblor.
Intenté disimularlo, no me gustaba parecer débil, pero Arnaldo llevaba mucho tiempo sirviéndome para no darse cuenta.
—¿Le duele, señor? —preguntó, acercándose a mi con un rostro de preocupación.
—¡Apártate, es solo por la maldita lluvia! —despotricaba, alejándome de él para que no me viera en ese estado.
Al quitarme el guante y ver los dedos desfigurados, sentí como la temperatura de mi cuerpo aumentaba y, de un impulso, empecé a golpear mi mano contra la pared con todas mis fuerzas. El odio me consumía.
—¡Señor, se hará daño! —advirtió Arnaldo, intentando parar mi ataque de cólera.
Pero, cuando me dejaba llevar por la rabia, me convertía en una persona totalmente irracional, llevada por el instinto, y era imposible hacerme entrar en razón.
—¡Y qué más da, si no me sirve para nada! —afirmé, continuando los golpes aún tener la mano ensangrentada.
Mi deformidad me condenó a la desdicha desde que nací. Mi padre consideró que era una deshonra y, para evitar que el prestigio de la familia quedara perjudicado, nos abandonó a mí y a mi madre, dejándonos en la penuria. Su decisión fue el origen de todos los males que padecí durante toda mi vida...
—¡Te odio, hijo del demonio! —me gritaba mi madre, apretando sus manos alrededor de mi cuello—. Ojalá mueras, escoria.
—¡Cállate! No digas nada más, no lo soporto —exclamé para hacer callar esa voz que permanecía siempre en mi cabeza y, la cual, me hacía recordar un pasado que prefería olvidar—. ¡Cállate, cállate, cállate!
—¿Señor, se encuentra usted bien? —me preguntaba Arnaldo, al verme agachado en el suelo chillando y con mis dos manos tapando mis orejas.
—¡Te he dicho que te apartes! —exclamé, levantándome del suelo y empujándolo para poder salir de allí.
Furioso, después de rememorar las infames penurias de mi infancia, me fui directamente a mi habitación. Allí tenía a mi joven esposa atada, el blanco perfecto para descargar toda mi ira. Era la hija pequeña de la familia Stróganov, una de las más importantes de la nobleza rusa. Su padre me debía un gran favor, tras ayudarle a recuperar una de sus tierras usurpadas por el campesinado y me entregó a su hija como recompensa, pues sabía que me sentía especialmente atraído por las mujeres de su país. Adoraba ese pelo negro y rizado, la piel tan pálida y suave como la nieve y, sobre todo, los voluptuosos pechos que adornaban perfectamente con la estrecha cintura que les caracterizaba. Anastasia encarnaba todo aquello, pero, aún así, seguía siendo una mujer como todas las demás: débil, estúpida y bruja. Merecedora, por tanto, de ser la diana de todos mis más sádicos deseos.
—¿Por qué no te quedas preñada? —le cuestionaba, al mismo tiempo que la penetraba y estiraba su pelo con rudeza.
—¡Me hace daño, mi señor! —imploraba con el cuerpo entumecido, después de estar ocho días sujetada con unas cuerdas que le rozaban la piel de las muñecas y los tobillos.
Estaba aterrorizada. Lo podía observar tanto por su mirada, como en el temblor de su voz y de su cuerpo. Y quería seguir alimentando ese terror, poder dominarla y someterla hasta los extremos más oscuros.
—¡Todas las mujeres sois igual de inútiles! —exclamé, golpeando su cabeza contra la dura cabecera de la cama hasta dejarla inconsciente y que su sangre manchara las sábanas blancas en las que yacíamos.
Una vez me vacié dentro de ella, me sentí mucho más relajado. La furia se apaciguaba en mi interior y la bestia volvía a esconderse de nuevo en su cueva, aunque sabía que no sería por mucho tiempo. Las cadenas que le mantenían atado estaban demasiado desgastadas por los años y su hambre era voraz. Me levanté entonces de la cama y me dirigí, aún desnudo, hacia la entrada del castillo para sentarme en el trono de mi padre. El oro y las piedras preciosas que lo adornaban lo hacían brillar hasta en la oscuridad, y era conocido por todo el condado como el trono más caro de la historia de nuestras tierras. Mi abuelo, Eduardo de Villena, el cual nunca conocí, fue el que mandó hacerla a uno de los mejores artesanos del norte, tras el dinero que obtuvo al ganar la toma de Gibraltar junto a su gran amigo, Alonso Pérez de Guzmán, señor de Salúncar de Barrameda. Sentarme en ese trono histórico, me hacía sentir muy poderoso y me recordaba, al mismo tiempo, que había conseguido lo que muchos creyeron imposible. Era una sensación de victoria absoluta hacia todos lo que quisieron pisotearme. Aún así, siempre que me sentaba allí y me acordaba de mi padre, no podía evitar que en mi cabeza se reprodujeran escenas de mucho tiempo atrás.
—¿Samuel? ¿Eres tú hijo? —preguntaba mi padre, cogiendo de mi mano y a punto de morir en su cama al padecer una enfermedad que los médicos tacharon de incurable.
El nombre que pronunciaba era el de mi hermanastro, el hijo predilecto de mi padre por nacer sano y talentoso; y, el cual, asesiné a sangre fría con mis propias manos con la fantasía ingenua de poder ser mirado de la misma forma una vez saliera de mi camino. Pero me equivoqué, pues, aún haber muerto casi diez años atrás, mi padre solo era capaz de pensar en su amado hijo incluso en su lecho de muerte.
—¡No soy Samuel padre, soy Guillermo! ¡Tu hijo, tu único hijo! —aclamaba alterado al escuchar ese odioso nombre—. ¿Por qué eres incapaz de verme? ¿Por qué?
—¿Guillermo? —preguntó desorientado.
—Si, padre. Soy yo, tu primogénito —le contesté, agarrando y besando su mano al escuchar que decía mi nombre por primera vez en muchos años.
Pero, de golpe, sus ojos cambiaron de reflejar calma y serenidad a irradiar un gran odio.
—¡Apártate de mi, engendro del mal! —exclamó muy agitado, apartando al mismo tiempo su mano de la mía—. No me toques con esa mano del demonio, estás maldi...
Pero, en ese momento, se puso la mano en su cuello y empezó a toser de forma salvaje, teniendo grandes dificultades para respirar en consecuencia.
—Padre, ¿se encuentra bien? —le pregunté, intentando ayudarle, pero me quedé helado al ver el profundo asco que infundía con su mirada. Era como si prefiriera morir antes de que le tocara alguien como yo.
Varios sirvientes me sacaron entonces de la habitación de mi padre al ser la fuente que alteró la salud de su amo. Aunque en vano, pues apenas una hora después, cerró sus ojos para siempre.
—¡No, no! —gritaba ante la noticia del médico.
Sentía que me volvía loco, que me rompía en mil pedazos. Mi mente se nublaba, como si se estuviera ahogando del infierno en el que me había adentrado. Las penurias solo hacían más que acumularse y yo me sentía como una bomba a punto de explotar. Había vuelto de nuevo a la más profunda soledad y a mi alrededor no hacía más que amontonar los cadáveres. Durante todas las noches, en mi cabeza solo era capaz de proyectar la imagen de la sangre acumulándose bajo mis pies y la agonía en cada uno de ellos era tan brutal que incluso dejé de dormir para poder evitar pensar en todos mis demonios. Aunque, al final, era inevitable. La mecha siempre llegaba a su fin.
—¡Ah! —vociferaba, a la vez que rompía todo lo que se encontraba a mi alrededor.
Siempre me pasaba cuando la fecha de la muerte de mi madre se acercaba. Mi cuerpo era incapaz de olvidar las secuelas que dejó el veneno que casi se lleva mi vida: su odio.
—¡Ayúdadme, el joven amo ha perdido los nervios de nuevo! —aclamaba la sirvienta al entrar en mi habitación.
Tuvieron que venir al menos cinco o seis hombres, algunos de ellos caballeros, para poder pararme. Cada año que pasaba solo conseguía que mi interior se volviera aún más oscuro de lo que ya era y todo ello me hizo ver que, para que toda esa furia no me destruyera a mi mismo, necesitaba encontrar la manera de poder sacarla de mi interior. Fue así entonces como me aficioné a la tortura, sobre todo si era con brujas, pues era lo único capaz de calmar mi sed de sangre...
—Señor, ya es la hora —me avisó Arnaldo, haciendo que volviera inmediatamente al presente, sentado en mi trono, mientras aguantaba entre sus manos una bata hecha con una de las telas más caras del mundo.
Había llegado otra nueva diversión a La habitación de los juegos y no había nada más que me apeteciera en ese momento que poder jugar de nuevo.
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