LA HABITACIÓN OSCURA

Cierra los ojos..., me decía una voz con delicadeza, mientras oía de fondo el sonido de las agujas del reloj. Tic, tac, tic, tac...

En ese momento, empecé a sentir como los párpados de mis ojos se hacían cada vez más pesados y mi cuerpo parecía que flotaba en las aguas de un denso mar, del mismo modo que mi mente se sintonizaba con el balanceo de un péndulo de metal. En la medida que su voz se convertía en un susurro, mi cuerpo se desvanecía hasta aparecer finalmente dentro de una habitación oscura y desamparada que desconocía. ¿Dónde estoy?, me preguntaba con cierto desconcierto.

El tétrico cuarto que me rodeaba era frío e incluso húmedo, pero me sentía extrañamente tranquila, como si me hubiera acostumbrado a los desolados paisajes del destierro al que se había convertido mi vida. Mis pies caminaban solos por la espesa negrura que respiraba y, entonces, atisbé, en uno de los rincones de al fondo de aquella sala, el cuerpo de una niña que lloraba con su cabeza apoyada entre sus rodillas. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?, le pregunté al llegar hasta ella, a la vez que apoyaba delicadamente mi mano sobre su pequeña espalda.

Llevaba un ligero y sucio vestido de tela, y su cuerpo temblaba debido al gélido viento que entraba por los cristales rotos de las ventanas. Me arrodillé entonces hasta su altura, intentando calmarla sin saber cómo. ¿Por qué estás aquí sola?, le volví a preguntar sin obtener respuesta. De pronto, alzó su rostro y los intensos ojos negros con los que me miraba me pusieron los pelos de punta. En ese instante, sentí como mi cuerpo se mimetizaba con el suyo, convirtiéndonos así en una misma instancia. Podía sentir sus oscuros sentimientos, los cuales me perturbaban en demasía hasta el punto de notar mis ojos llorosos.

Era algo confuso, pues miles de emociones complejas atravesaban los poros de la piel. Pena, miedo, desesperanza, aversión, envidia, culpa, vergüenza y, sobre todo, ira, mucha ira. Tenía ganas de gritar y romperlo todo hasta hacerlo pedazos, aunque en realidad no tuviera nada más que una habitación vacía. Fue así que, de repente, apareció delante de mí una vieja fotografía enmarcada en la pared. En ella, se podía ver a cinco personas que conformaban una familia feliz a la que sentía que ya no pertenecía.

Cada segundo que pasaba, los latidos de mi corazón se aceleraban y podía sentir como las palpitaciones rebotaban con vehemencia entre las paredes de mi pecho hasta dolerme. Bum, bum, bum, bum. La angustia era asfixiante y la soledad que sentía me desgarraba por dentro. ¡Aah, no!, chillaba ante el insoportable tormento en el que mi mente se hallaba. En ese momento, entre mis manos apareció un cuchillo y me dejé llevar por la desesperación de un impulso que me era imposible controlar. Primero fui hacia mi padre, el cual borré la falsa sonrisa con el puñal que sostenía con mi mano. Te odio, le dije con indiferencia, mientras por mi cabeza pasaban imágenes de un pasado que prefería enterrar. Abandono, falsas promesas, indiferencia. Eso era todo lo que me dejó y no quería nada más.

¡Vete!, exclamaba, mientras con mi mano sacaba el cuchillo que había enterrado en su rostro. No quería verle más, ni en tan solo en un trozo de papel desgastado por los años de desidia. Mi cuerpo temblaba, pero no solo por el frío que llegaba desde las ventanas, sino por toda la tensión que había acumulado en mi cuerpo durante todos los años de silencio reprimido. Los otros rostros que pertenecían a ese cuadro estaban se encontraban ligeramente difuminados, como si los años hubieran hecho mella en sus viejas hendiduras. En realidad, era una forma de decirme que se habían marchado y que, por tanto, la única que permanecía estancada en el pasado era yo. Se habían ido, como lo hacen todos.

Entre infinitas injurias sobre un pasado en el que ya no quería perdurar, me encontré en la fotografía cogida de la mano de mi desdibujada madre. Sabía que era yo, pero no era capaz de reconocerme, lo que me resultaba angustiantemente inquietante. Y, aun así, de alguna forma no podía evitar sentirme resentida con ella. Te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, te odio, me decía una y otra vez sin entender muy bien por qué, al mismo tiempo que incrustaba de nuevo el puñal hasta el punto de dejar de distinguir a aquella niña que dejé de ser mucho tiempo atrás. Al fin y al cabo, ella era la que no me permitía marcharme de aquel inhóspito lugar en el que nunca me había acostumbrado a vivir del todo. Era como si aún persistiera inocentemente en creer que los que estaban presentes en esa antigua imagen cumplirían con alguna de las rotas promesas que hicieron en su momento y que, hasta el momento, fueron incapaces de llevar a cabo.

La niña apareció de nuevo delante de . Continuaba llorando y temblando por el frío, por lo que el odio que sentí empezó a desvanecerse en la medida que crecía cierta sensación de responsabilidad y protección. ¿Seré capaz de decirle alguna vez que el final feliz que ella persiste en aferrarse, en realidad, nunca va a ocurrir?


Comentarios

  1. Tremendo texto, Berta. Un viaje interior que nos muestra todo el horror que se acumula en nuestro interior como un ancla que nos impide seguir navegando. Siempre es bueno soltar lastre para seguir avanzando y llegar a ese final feliz, o al menos dar una oportunidad para que así sea. Lo contrario, como sabiamente dice la protagonista, nos estanca en el pasado. Intenso en cada frase. Un abrazo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡¡Muchas gracias David!!
      Tus comentarios siempre son muy certeros y me animan mucho a seguir escribiendo.
      Un abrazo,
      Berta.

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Relato: Tú y yo

Relato de terror: Reflejo

Mentes entrelazadas: Capítulo 1