TIERRAS MALDITAS (parte 8)

Me encontraba rodeada de infinitas luces, mientras mi madre me cogía de la mano para que no me perdiera entre la multitud. El mundo parecía mucho más grande de lo que recordaba.

—Cariño, ven aquí. Tienes la cara manchada —me decía mi madre con una voz dulce y tierna.

Me acerqué entonces a ella y con un viejo trapo que cogió de su bolso, me limpió el chocolate que había dejado por la comisura de mis labios tras tomarme un batido.

Listo. Ahora dame una abrazo, amor —manifestó, extendiendo sus brazos para que me hundiera entre ellos.

Su piel era suave y cálida, lo que me reconfortaba plenamente. Deseaba que ese instante durara para siempre, pero, de repente, empecé a sentir como me estrujaban el cuerpo violentamente. Dejé de oír entonces las voces de la gente de mi alrededor y lo que me rodeaba ya no era luz, sino oscuridad absoluta. 

—Por tu culpa... Es todo culpa tuya... Te odio —decía casi susurrando, a la vez que su boca se abría monstruosamente, mostrando una gran cantidad de dientes que no eran humanos.

Me iba a comer.

—Es tu culpa, tu culpa, tu culpa, tu culpa... —decía insistentemente una y otra vez, aunque con una voz que se volvía cada vez más grave.

Tenía tanta fuerza que sentía que perdía el aire a cada segundo que me encontraba entre sus garras.

—Mamá, por favor... —le suplicaba, al no poder soportar la angustia de su eterno abandono.

Su dulce abrazo se había convertido en las espinas de un rosal. Me cautivó con sus palabras, haciéndome creer en la posibilidad de que podía ser de verdad amada incondicionalmente, para así poder clavarme las espinas de su odio.

Ahora solo quedaban los pedazos rotos de aquella niña en busca de un amor que nunca podrá alcanzar.

—Tu culpa, tu culpa, tu culpa... —seguía diciendo insistentemente, para justo después hundir sus afilados colmillos en mi piel.

En ese momento, advertí un insoportable, desgarrador, asfixiante, aberrante y espantoso dolor. La sangre caía, la muerte se acercaba.



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