EL DIARIO DE VERÓNICA (parte 1)

2 de septiembre de 1999

Me encuentro en un autobús dirigiéndome hacia Luarca, el pequeño pueblo de pescadores en el que mi padre reside desde hace más de cuatro años. Se suponía que estaría empezando mi primer año en la universidad de Oviedo, pero me vi obligada a tener que repetir segundo de bachillerato por un problema del que prefiero enterrar para siempre. Mi madre, que siempre se orgullecía de su valiosa y competente hija, tuvo la primera gran decepción conmigo y me castigó con pasar el último curso con mi ausente padre, el cual no veía desde que firmaron los papeles de su divorcio. 

—Es esta su parada, señorita —me dijo el amable conductor, pues sabía que era mi primera vez entre esos lugares. 

—Muchas gracias —le respondí, mientras  recorría el estrecho pasadizo con mi extensa maleta.

Al bajar, mi padre me estaba esperando al otro lado de la calle. Aún así, no pude reconocerlo hasta que lo tenía a menos de dos metros de distancia. Se le veía muy dejado. Llevaba el pelo hasta los hombros, una barba de varias semanas y una sudadera azul como si se hubiera vuelto de nuevo en un adolescente. 

—Cuanto tiempo, ¿cómo estás? —me preguntó con una incomodidad que hasta se respiraba.

—Bien —le respondí fríamente, a la vez que subía en su coche en silencio. No me apetecía mantener una conversación con alguien que prácticamente desconocía.

Una vez pusimos en rumbo hacia nuestro destino, encendió la radio para que se escuchara algo más que no fuera el cambio de marchas. Durante ese tiempo, me preguntaba que era lo que hacía en ese lugar. Estaba claro que ese no era mi sitio y ni siquiera mi padre le gustaba la idea de que incordiara su tiempo de tranquilidad. 

Verónica, ¿vendrás conmigo esta noche?, me preguntaba una suculenta voz del pasado... 

—Ya hemos llegado —me dijo mi padre, provocando que me despertara de golpe del trance en el que se había inmerso mi mente. 

A pesar de estar aún en verano, el día era gris e incluso húmedo. ¿Serán así todos los días?, me preguntaba sin hayar respuesta. Mientras me dirigía hacia mi nueva casa, la cual perteneció a mis abuelos y después a mi padre una vez fallecieron, atisbé al fondo de la calle un grupo pequeño de adolescentes que nos observaban detenidamente.

—¿Quiénes son? —pregunté, al no sentirme cómoda entre aquellas miradas evaluadoras.

—Son Leo y sus amigos. No te preocupes, son buenos chicos —me contestó para tranquilizarme, aunque sin ser suficiente para que la voz de mi consciencia se sosegara.

Cuando llegué a mi habitación, algo pequeña pero acogedora al mismo tiempo, me estiré directamente en la cama. El día había sido muy largo, incluso algo estresante, por lo que el cansancio se apoderó de mi cuerpo rápidamente...

—Verónica, ¿vendrás conmigo esta noche? —me preguntaba Sara, mi mejor amiga, mientras hacíamos del descanso de estudio en mi casa. 

Se iba a encontrar en unas pocas horas con los amigos de Tamara, una amiga suya que era de otro instituto, y estaba algo nerviosa, pues el chico que le gustaba estaría entre ellos. 

—¿Pero que pinto yo allí, Verónica? No conozco a nadie —le contesté, intentando dar una excusa para no tener que salir de casa.

Quedaba solo una semana para que empezaran los exámenes finales, y debía sacar la mayor nota posible para lograr así la beca universitaria. 

—Me conoces a mi... —me rogaba con un rostro que me hacía sentir algo culpable. 

Nos quedamos unos segundos en silencio, intentando aguantar las miradas, pero rápidamente sucumbí. Me veía incapaz de decirle que no. 

—De acuerdo... Pero tengo que estar en casa a la una como muy tarde, antes de que mi madre llegue del turno de noche. Si se entera que he salido de fiesta antes de los finales, me matará —le respondí, arrepintiéndome en ese mismo instante, mientras ella saltaba de alegría. 

En ese momento, me vestí con uno de mis vestidos favoritos. Un mini negro de mangas largas con transparencias por la cintura, acompañado de unas botas moteras del mismo color. Odiaba los tacones. 

—¡Mi madre me ha dicho que puede llevarnos! —exclamó Sara.

—¿Qué? ¿Tu madre sabe que vas a ir a esa fiesta? —pregunté sorprendida, ya que, aunque su madre era mucho más permisiva que la mía, tampoco lo era tanto como para dejararla ir a una fiesta del estilo. 

—Le he dicho que es una fiesta de chicas —confesó entre risas.

—¿Y te ha creído? —dije, aún atónita por lo que me contaba.

—Lo bueno de ser la pequeña de cuatro hermanos es que, por mucho tiempo que ocurra, te seguiran viendo como la niña inocente que ya no eres —afirmó, mientras se guardaba un condón en su bolso.

Giré entonces mi rostro hacia el espejo para maquillarme, sin comentar lo que de verdad pensaba de todo aquello. Pero, de pronto, la que vi reflejada no era yo, sino una chica rubia ensangrentada que me miraba fijamente. 

—¡Ah! —grité, despertándome de repente de esa peculiar pesadilla. 

Mi respiración estaba acelerada y el sudor salían a gotas por los poros de mi piel. A pesar de haberme despertado recientemente, me encontraba como si no hubiera dormido ni siquiera una hora y me dolían extrañamente los brazos, por lo que supuse que había dormido en una mala posición. 

—Verónica, tienes el desayuno listo —me dijo mi padre, al otro lado de la puerta. 

—Ahora voy —le respondí algo irritada al tener que escuchar su voz a primera hora de la mañana. 

Me duché rápidamente y me vestí con lo primero que encontré por la vieja maleta de plástico. Unos tejanos claros y un fino jersey de rallas azules. 

—¿Quieres que te lleve al instituto? —me preguntó mi padre, mientras comía mis cereales. 

—Está a menos de veiente minutos andando, puedo ir sola. No te preocupes —afirmé sin levantar la vista de mi comida. 

Una vez terminé, dejé el plato en fregadero, cogí la mochila y me fui sin decir ni siquiera adiós. No me apetecía compartir con él un segundo más entre esas paredes.

—Me llamo Verónica Escayo, es mi primer día —dije al entrar a la recepción.

Llegué media hora antes de las clases, pues supuse que me tendrían que dar los materiales de clase o mostrar el aula en la que pasaría el resto del curso. 

—Espera un momento —me dijo la secretaria, al mismo tiempo que se levantaba y se dirigía a uno de los despachos del pasadizo.

Al ver que tardaba un poco, me senté entre los asientos de aquella pequeña sala. Estaba algo nerviosa por mi primer día.

—¡Hola Verónica! Soy Laura, la delegada de tu clase. Me han encomendado que te enseñe la escuela —me dijo de repente una bonita chica de pelo oscuro y rizado. 

—Encantada —le contesté algo vergonzosa. Siempre me pasaba cuando conocía a alguien por primera vez. 

A pesar de encontrarme en un pueblo bastante pequeño, el instituto era mucho más grande de lo que esperaba. Tenía un patio lleno de árboles y flores preciosas, y la arquitectura del edificio tenía una influencia gótica muy marcada, lo que me daba cierto encanto. Asimismo, Laura me mostró la bonita capilla de la escuela, construida treinta años atrás por petición de los mismos alumnos, los cuales mostraron inauditas inquietudes religiosas para su edad.

—Mi pafre fue una de aquellos alumnos —me explicaba Laura con orgullo.

No creía en Dios, incluso algunas veces dudaba si era atea o agnóstica, pero, aún así, respectaba profundamente las creencias de los otros. Al fin y al cabo, ¿quién era yo para cuestionar algo que ni siquiera era capaz de entender?. Mientras caminábamos tranquilamente y charlábamos sobre el pasado, vi entonces algo que me puso los pelos de punta.

—¿Quién es ella? —le pregunté, al ver la fotografía de una chica rodeada de flores en una parte de esa pequeña capilla. Se trataba de la misma que apereció en mis sueños.

Laura se quedó en silencio durante unos pocos segundos, como si le costara hablar de ello, y dijo:

—Se llamaba Verónica. Se suicidó el año pasado —me respondió con la mirada en el suelo. 

¿Cómo puede ser posible?, me preguntaba conmocionada sin poder escuchar nada más que los latidos de mi corazón chocando violentamente contra las paredes de mi pecho. 

Bum-bum, bum-bum, bum-bum...

Abstraída por una impactante verdad que no era capaz de explicar, ignoraba que ese acontecimiento se convertiría, en realidad, en el inicio del fin. 

'Bienvenida a las puertas del infierno'. 









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