Las hijas de Baztán (capítulo 2: Juana)
—¡Juana! Llegaremos de nuevo tarde a la iglesia por tu culpa. El padre Jorge se enfadará esta vez —decía mi madre, junto a mi hermana y mi padre.
En el salón de nuestra fría y húmeda casa, la cual siempre se mantenía a esa temperatura a pesar del soleado clima de primavera, estaban todos esperándome, preocupados por si nos dejarían entrar a la misa de las siete de la tarde.
—Fuimos ayer, ¿por qué tenemos que ir todos los días? —le preguntaba, aunque supiera la respuesta antes de que volviera a mover los labios.
—¿A caso quieres ir al infierno? —me respondía con la misma pregunta de siempre.
—El infierno no existe, ni tampoco Dios ni la vida en el cielo... Es una historia que la iglesia se ha inventado para controlarnos —afirmé, no dispuesta a dejarme engañar por aquellos miserables que decían llamarse hombres de Dios.
El rostro de mi madre se volvió pálido al instante, incapaz de creer lo que salía de la boca de su propia hija decía.
—¡Blasfemia! Dios, perdónala por su ignorancia —suplicaba, a la vez que se arrodillaba al suelo para pedir clemencia por mi alma.
—¿Ignorancia yo? No me hagas reír...
Pero apenas acabé la frase, mi padre me abofeteó tan fuerte que me tiró al suelo. Y, desconcertada por el golpe, coloqué la mano en mi mejilla para contener el dolor punzante, al que nunca acaba de acostumbrarme.
—Harás lo que se te ordene y punto. Si pronuncias otra palabra, no será tan suave la próxima vez —dijo mi padre con frialdad, mientras yo miraba al suelo intentando contener la ira.
En ese momento, mi hermana, que estaba temblando ante la discusión, me cogió la mano para ayudar a levantarme y, una vez de pie, la abracé con ternura para darle las gracias. Aunque me hubiera gustado seguir desafiando a mi padre, la autoridad de la casa, decidí que no era el mejor momento para rebelarme, pues estaba segura que me acabarían encerrando en algún convento si continuaba. Me vestí, entonces, con las primeras ropas que atisbé en el armario, cogí el velo con el que me obligaban a taparme el rostro, y fuimos de nuevo a la iglesia como todos los malditos días de la semana. Me era insoportable.
Me seguía doliendo la mejilla, pero el abrazo de mi hermana me había relajado y sentía que podía pensar con más serenidad. Mi familia, la cual era una fiel devota de la religión católica, era incapaz de comprenderme e intentaban esconder del resto del pueblo mi pronunciado ateísmo y odio a la fe cristiana, ante la vergüenza que ello les generaba. Esto me beneficiaba, puesto que, en primera parte, hubiera levantado sospechas de herejía, y me horrorizaba la idea de morir quemada algún día; y, por otro lado, porque se habrían dado cuenta en algún momento que formaba parte Las hijas de Baztán. Un grupo que era perseguido por brujería y otros delitos, aún sin tener prueba alguna de tales sospechas, como siempre sucedía con las mujeres acusadas de tales crímenes.
A pesar de su mala fama, en realidad, el grupo tenía la finalidad de proteger a las mujeres de esas falsas acusaciones y, también, de la violencia a la que se veían sometidas por sus padres y maridos en sus propias casas. Para escapar de los crueles castigos, nos reuníamos a escondidas de nuestras familias en el bosque durante la medianoche y, a la luz de la luna y una pequeña hoguera, compartíamos conocimientos y experiencias. Creábamos, además, ungüentos de propiedades curativas que nos servían tanto para aliviar el dolor de las golpizas como también el de nuestras afligidas menstruaciones y largos partos, aspectos que los médicos era incapaces de tratar adecuadamente ante su desconocimiento del cuerpo femenino.
Todo ello, en parte, se hacía con la intención de adquirir nuevos aprendizajes, debido a la carencia de educación que nos veíamos obligadas todas las mujeres; y, por otra, porque nos hacía sentir que formábamos parte de algo importante que le daba sentido a nuestras vidas. Por primera vez, nos podíamos ser las protagonistas de nuestras propias historias, no meros accesorios con los que poder adornar las casas de nuestros maridos, los cuales siempre debíamos complacer a expensas de nuestros propios deseos. Y, aunque éramos continuamente perseguidas de forma injustificada por la autoridad, gracias a nuestra gran astucia, nunca fueron capaces de atraparnos.
—In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti —dijo el padre Jorge en latín, pues en realidad a la Iglesia le interesaba que los presentes no entendieran el significado de esas palabras.
Resultaba una obediencia ciega, como el perro que se somete a las órdenes de su amo para conseguir un mísero trozo de pan. No dejando paso, en consecuencia, a la libertad y la expresión de las inquietudes naturales que pueden surgir durante el ejercicio de la fe. Y es que, entre esa multitud, dejábamos de existir como individuos para ser simplemente una masa uniforme de cuerpos vacíos. Era la decadencia absoluta.
—Amén —contestamos todos a la vez.
Cuando la misa terminó, todos los feligreses se reunieron en la entrada de la iglesia para hablar y preguntarse con cortesía practicamente lo mismo que el día anterior. Aprovechando ese momento, me reuní sin levantar sospechas con el benefactor del grupo. Era afín a nuestra causa y, como persona privilegiada, quería ayudarnos como pudiera, es decir, básicamente con dinero; el cual me entregaba con sutileza sin que nadie se diera cuenta. Al principio, me ponía nerviosa pensar que podrían descubrirnos, sentía una gran responsabilidad que me resultaba difícil cargar dadas las crueles consecuencias que ello podría generar. Y, aunque seguía sintiendo esa responsabilidad, sabía gestionarla de forma que no me abrumase como la primera vez. El riesgo valía la pena si con ello podíamos progresar con nuestra causa.
—Gracias, padre Jorge —le contesté con una sonrisa mientras me alejaba.
Una vez llegamos a casa y mi madre se puso en la cocina para hacer la cena, aproveché para esconder el dinero y así guardarlo hasta la medianoche. Me irritaba la hipocresía que se respiraba dentro de las cuatro paredes que conformaban ese supuesto hogar, pero tenía que persistir si quería conseguir la libertad con la que todas soñábamos. Por lo que tragué y aguanté todo lo que pude, incluso todos aquellos gritos y golpes injustificados, para después hacerme la dormida e irme sin que nadie se diera cuenta. Cuando la luna se alzó en el cielo, besé la frente de mi hermana, pues esa noche quiso dormir conmigo, y me fui con la bolsa de dinero y la esperanza de que llegaría un día en el que no tendría que volver nunca más.
Nota de autor
Hola a todos, aquí os dejo el segundo capítulo de mi novela. Quería añadiros dos cosas:
1) He subido un vídeo en youtube en el que hago una presentación del libro, tanto para hacer una sinopsis y un breve análisis de personajes. Link
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